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Miedo a la muerte

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Por Clara Olivares

Imagino que recordaréis la segunda entrega de la saga «Piratas del Caribe» en la que el personaje de Davy Jones le preguntaba a todas sus víctimas: ¿Temes a la muerte?

Más que temerla pienso que la respuesta que todos daríamos sería que ninguno de nosotros desearía morir.

Quizás la única certeza que tenemos en la vida es que vamos a morir.

Hacemos muchas cosas para conjurar a la muerte: tenemos hijos, escribimos libros, creamos obras de arte, etc., etc., etc.

Morir asusta.

Hace poco volví a ver la maravillosa película de Woody Allen, «Hanna y sus hermanas». El personaje que hace Woody Allen, un hipocondríaco obsesionado con la muerte, busca desesperadamente creer en algo para poder sobrellevar la existencia y la angustia que ésta le genera.

Busca en las religiones la respuesta y no la haya. Finalmente acaricia la idea de suicidarse y por un accidente fortuito con su arma se ve cara a cara con la posibilidad de morir. Le asusta tanto esa realidad que sale a la calle y, agotado de tanto andar, se mete a un cine en donde proyectaban una película de los hermanos Marx.

La visión del baile que realizan los Marx, le aleja de sus obsesiones y le lleva a reconciliarse con la vida y comprender que solamente viviéndola y aceptándola, su angustia de estar vivo cesará.

Desperdiciamos tantos años de nuestra vida combatiendo nuestra angustia vital, cuando podríamos invertir ese tiempo en festejar cada instante en que seguimos vivos.

Como reza el dicho popular: «mientras haya vida, hay esperanza».

Con esta frase quiero decir que mientras sigamos vivos, siempre dispondremos de la posibilidad de abrazar la vida. Una vez muertos, no hay vuelta atrás.

Nos resistimos con tanto ahínco a entregarnos a la vida y a que ésta nos atraviese, que nos perdemos todas aquellas pequeñas cosas que hacen que ésta sea tan maravillosa.

Sí, nos moriremos algún día. Pero, mientras tanto ¿por qué nos cuesta tanto vivir plenamente?

Imagino que dejar que entre sin oponer resistencia nos lleva a perder el control, y, a eso no estamos dispuestos.

Dejar de controlar significa que ya dejo de ser yo quién  dice la última palabra.

Y la realidad es que a la vida no se la puede controlar, como tampoco a la muerte.

Intentamos desesperadamente evitar ambas opciones, o bien, resistiéndonos a la vida, o, negando la muerte.

Una de las formas que adopta la negación, y que representa de manera simbólica  la muerte, es el hecho de envejecer.

Mostrar signos externos de vejez, como por ejemplo tener canas o arrugas, perder el tono muscular, ser flácid@, etc., se combate sistemáticamente.

El empeño que tiene nuestra sociedad en detener el paso del tiempo y no envejecer, es sorprendente.

¿Os habéis fijado en la proliferación de cremas, tratamientos milagrosos, cirugías, etc. que prometen la eterna juventud?

Como si eso fuera posible!

La vida y la muerte son las dos caras de la misma moneda.

Claro que envejecemos y moriremos. Como señala la segunda ley de la termodinámica: «todo tiende a destruirse». Y nosotros también.

Creo que no existe una visión más patética que la de una persona, hombre o mujer que se niega a envejecer.

Me parece que las vías que hacen soportable la existencia y que le confieren sentido a la vida, son la creatividad y el amor.

El acto de crear calma la angustia. Bien sea a través de un soporte artístico (pintura, escultura, escritura) o mediante un acto de amor, como por ejemplo, tener un hijo, dedicar la vida a una causa, etc.

Y hablo del amor en mayúsculas, es decir, amar a secas. Bien sea a una pareja, un herman@, una amig@, etc.

Como el personaje de Woody Allen en la película, la necesidad de creer en algo a lo que aferrarse es lo que dota de sentido una vida.

No sabemos si existirá otra vida después de muertos, nadie ha regresado para confirmarlo, entonces, aprovechemos la oportunidad que nos brinda el hecho de estar vivos para vivir amando, riendo, celebrando la vida y no la muerte.

Hoy no voy a anunciar de qué se tratará mi próximo artículo. Nos vemos el domingo… sorpresa!

(Imagen: http://www.oshodespierta.blogspot.com)

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El miedo a la vulnerabilidad

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(Por Clara Olivares)

La definición de «vulnerable» que aparece en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, es: que puede ser herido o recibir lesión, física o moral.

Más coloquialmente, estaríamos diciendo que si nos mostramos vulnerables, podríamos resultar heridos o salir dañados.

Y esta posibilidad genera mucho miedo, en algunos casos, pánico.

La parte física es la que más fácil nos resulta de identificar. Es previsible o cabe dentro de lo que es posible, que suframos una lesión si nos colocamos en situaciones de riesgo en las que podríamos resultar heridos, como por ejemplo, transitar a pie voluntariamente de noche por un callejón oscuro en una ciudad peligrosa, o, tirarse por el torrente de un río sin ninguna protección, etc.

Pero el terreno al que me interesa referirme es, precisamente, aquel que no se ve, aquel que es más difícil de identificar ya que no muestra señales externas evidentes.

Hablo del corazón, y por lo tanto de los sentimientos.

Mostrarse vulnerable en este campo equivaldría a descubrir ante el otro lo que se siente, es decir, exponerse. De esa forma, le dejo saber que soy susceptible de ser herid@, que si sufro un rechazo de su parte, éste va a resultar doloroso para mí.

Y nadie desea que esto le suceda.

Pero desafortunada, o, afortunadamente, nadie puede escapar al sufrimiento.

Estoy hablando de personas corrientes, no de los casos de l@s psicopaton@s. Éstos son incapaces de sentir, tanto las alegrías como las tristezas.

Para una gran mayoría de los mortales, existe la creencia extendida de que si no se muestran los sentimientos se será más fuerte y se estará protegido.

Y me pregunto: ¿más fuerte que quién? y ¿protegido de qué?

Obviamente más fuerte que el que «parece» más vulnerable. Y pongo la palabra entre comillas ya que parecer vulnerable no es sinónimo de que se sea. En el fondo las personas que comulgan con esta idea, desprecian, a la vez que envidian en su interior, al que muestra lo que siente.

Paradójicamente, si muestro mi propia vulnerabilidad, cierto es que me expongo a ser herido, pero al mismo tiempo, en esa vulnerabilidad se haya mi fortaleza.

Fortaleza que se alimenta del hecho de haber perdido el miedo a sufrir.

Es sorprendente comprobar todo lo que llegamos a inventarnos los seres humanos para evitar el sufrimiento.

Como si eso fuera posible!

En mayor o en menor medida, el hecho de estar vivos incluye una dosis de sufrimiento.

Bien sea por una pérdida, un accidente, una enfermedad, un desamor... siempre aparece una fuente de dolor en la existencia.

Ampararse en una concha de dureza para evitar ser vulnerable y sentir dolor es una mentira.

No existe nadie invulnerable.

Quizás lo que habría que preguntarse es ¿de dónde proviene ese miedo?

Y la respuesta, me atrevo a afirmar, es que el miedo se originó probablemente como consecuencia de una primera rotura del corazón en el pasado.

No me refiero a una causada por un desamor. Generalmente proviene de una herida más antigua, quizás un padre o una madre, o, un familiar, que, probablemente de manera inconsciente, nos rompió el corazón.

Es lógico que se cree un resorte automático llamado protección ante cualquier posibilidad de volver a vivir y a experimentar el daño que se sufrió en el pasado.

De ésta manera solemos blindarnos. Es habitual que se hiper-desarrolle la razón, ésta no produce dolor si la maltratan.

Pero si persistimos en seguir protegidos con este blindaje, corremos el peligro de perdernos la experiencia de amar y ser amados.

Puede sonar un poco cursi, pero, ¿tiene sentido vivir sin amar?

Yo creo que no.

Al final lo único que nos llevaremos a la tumba serán los momentos en que hemos compartido cualquier tipo de amor con otr@: llámese pareja, amig@, colega, herman@.

El camino para aislar el momento en nuestra vida en que nos rompieron el corazón por primera vez, nos llevará a sanar la herida.

No suele ser una camino corto ni agradable, pero tremendamente liberador.

Podremos comprender que ya no necesitamos seguir protegiéndonos.

Sí, en la vida sufriremos arañazos que nos dejarán heridos, pero en la medida en que podamos ir dejando la protección, iremos teniendo una piel más gruesa.

En otras palabras, exponiendo nuestro corazón seremos más vulnerables, sí, pero así mismo, nos haremos cada vez más fuertes.

Paradójico, ¿cierto?

Nuestra capacidad de recuperación nos sorprenderá, ya que, ésta será cada vez más rápida.

Siempre quien es más vulnerable, es la persona más fuerte.

Por esa razón ponía más arriba la palabra entre comillas. Aparentemente se es más frágil, pero no nos equivoquemos, esta fragilidad es sólo una apariencia.

En mi próximo artículo seguiré hablando sobre los miedos, ésta vez sobre el miedo a la muerte.

(Imagen: http://www.bixymasambiente.blogspot.com)

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¿Qué hacer con el sufrimiento, ya sea el propio o el ajeno?

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(Por Clara Olivares)

Tema complicado, doloroso y nada fácil de manejar.

Ante el sufrimiento surgen varias preguntas: ¿Qué despierta en mi ver sufrir a otro? y ¿qué hago cuando eso pasa?

No sólo se trata del hecho de ver que una persona que es querida, sufre y que ante ese sufrimiento uno se siente por lo general, impotente, sino que además cada cual se ve impelido a encarar la forma en que reacciona ante el sufrimiento.

Y hacerlo no siempre resulta fácil ni cómodo.

He observado varias reacciones. Una suele ser la de creer que se debe proporcionar alivio a quien sufre y si no se consigue ese objetivo el sujeto se culpa inconscientemente y piensa que es una mala persona, o, alguien incapaz de consolar, o, alguien inadecuado.

Y la otra modalidad es la de atacar abiertamente a quien sufre. Parece inconcebible, pero así es.

Pienso que quien ataca lo hace porque no puede soportar inconscientemente observar en otro su propio dolor.

Este tipo de personas cuando ven a alguien que sufre por una enfermedad, o, que se encuentran en un estado de fragilidad por la razón que sea, le atacan y creo que actúan así ya que pegándole (metafóricamente hablando, claro) a lo mejor cesa la angustia que le produce su propio dolor.

Es como si a través del ataque intentaran conseguir que el clamor de su herida se acallara.

Es bastante retorcida esta maniobra, pero os sorprendería ver la cantidad de gente que suele actuar de esa forma.

«El dolor es intransferible«.

Con esta afirmación quiero decir que, por más que uno lo desee, no se puede evitar que el otro sienta dolor y sufrimiento.

Hablo evidentemente de ese tipo de dolor que ningún calmante puede aliviar.

Ver sufrir a alguien es duro. A veces llega a ser tan insoportable que, de forma inconsciente, no se ve ese sufrimiento.

O se niega…

En cualquier caso, tanto para quien lo padece así como para el que está al lado, las reacciones de ambas personas ante el sufrimiento se convierten, a veces, en una fuente de malentendidos, desencuentros y desilusiones.

Cada persona, de manera consciente o inconsciente, percibe el dolor de una forma muy personal, es decir, lo que para uno es algo doloroso puede que la misma cosa para el otro no lo sea.

Y lo mismo sucede con las expectativas personales respecto a lo que se espera del otro cuando se sufre.

Por lo general, solemos dar lo que, a nuestro juicio aliviaría, ya que lo que damos es precisamente aquello que nos ayudaría a nosotros mismos a calmar nuestro propio dolor.

Desafortunadamente no siempre se acierta, y es a raíz de esta confusión que vienen los desencuentros y se producen las heridas.

Por eso me parece tan importante comunicarle al otro nuestras necesidades, y en especial, poderle decir lo que esperamos de él.

Ésta no suele ser una tarea del todo evidente. Antes tenemos que encarar el asunto y no siempre estamos dispuestos a ello.

O simplemente jamás nos lo hemos planteado y por tanto no lo sabemos.

Para poder proporcionarle a otro aquello que necesita es indispensable que de antemano seamos capaces de ver al otro.

Y con «ver» quiero decir realizar el ejercicio de desplazar nuestra atención del centro de nosotros mismos y mirar hacia el otro.

Entre más infantil sea nuestro comportamiento, más centrados en nosotros estaremos.

Basta con observar como opera un niño: él es el centro del mundo y absolutamente todo y todos giran a su alrededor. Es decir, ellos constituyen la razón de ser del otro.

Si conseguimos proporcionarle al otro lo que él o ella necesita, no lo que yo necesito, habremos madurado, por una lado, y por otro la relación con esa persona abandonará la zona oscura que constituye la falta de comunicación.

Quizás la vida tiene la misión de que cada persona se sumerja en su interior y vaya descubriendo quién es en realidad.

Ésta constituye una tarea que seguramente consuma la existencia de un individuo.

Yo insto a la gente a hacerlo porque creo que vale la pena. Aunque también comprendo que no todo el mundo desee comenzar esa andadura.

Si se emprende, es un camino de «no retorno» como me repetía mi psicoterapeuta.

Y estoy totalmente de acuerdo. Una vez que se ha abierto la caja de Pandora, no sabemos qué nos vamos a encontrar ni hacia dónde nos va a llevar esa aventura.

Abrir esa caja produce miedo indudablemente.

Como señalo más arriba, comprendo perfectamente que algunas personas prefieran dejar las cosa como están y no revolver el avispero.

Lo único que yo puedo decir desde mi propia experiencia personal y profesional, es que se consigue llevar a cabo la tarea y que en ésta habrá momentos en los que lo pasemos muy mal, pero también muy bien.

Hacer descubrimientos sobre uno mismo o sobre su propia historia aporta al individuo alegría y satisfacción, así como la sensación de ganarse el derecho a ser libre.

La angustia omnipresente que suele acompañar de forma callada o que se manifiesta a gritos, va a ir desapareciendo poco a poco.

Me parece que lo único (que no es poco!) que podemos hacer ante el sufrimiento, es acompañar al otro en ese camino, darle la mano y hacerle sentir que no está solo.

Y en el caso de un sufrimiento a título personal, encuentro muy importante comunicarse con el que tenemos al lado, decirle qué es lo que se siente, qué se espera del proceso y de él o ella.

Así mismo, ya de forma imperiosa, no nos queda más remedio que contactar con el sufrimiento, con el nuestro, y aprender a vivir con él.

En mi próximo artículo hablaré sobre la ira.

(Imagen: http://www.labotodumond.blogspot.com)

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Necesidad del otro: ¿un imposible?

(Por Clara Olivares)

Últimamente no dejo de pensar en si es posible o no vivir sin sentirse necesitado de otro, es decir, sobrevivir sin necesidades afectivas.

Por más que le doy vueltas y vueltas, llego al mismo punto: posible sí que es, desde luego. Pero la pregunta que se impone sería: ¿con qué calidad de vida emocional?

Cierto es que necesitar a otro significa dolor, sufrimiento y lágrimas. Pero también apoyo, cercanía, calor, mayor autoestima, alegría, humanidad, identidad.

Y la idea de padecer dolor asusta y mucho.

Si alguien confiesa abiertamente que necesita al otro, en especial ante sí mism@, se arriesga a sufrir si el otro no está. Y eso, es precisamente lo que nadie desea.

Curiosamente al escuchar las letras de los boleros o de los tangos, la mayoría de ellas hablan de un desamor, un abandono, un amor no correspondido, un despecho… resumiendo, cantan al dolor que produce amar y necesitar a otro.

En la mayoría de esas letras se llora la pérdida del amor de una pareja, pero hay algunos que hablan de la pérdida del amor de un amig@.

Y me atrevería a decir que en ambos casos el dolor que se siente es el mismo.

No dejo de cuestionarme el porqué a una persona le resulta tan difícil decirle a otra que la necesita.

Quizás exista esa creencia absurda de que la imagen de «debilidad» que se proyectaría de sí mism@ sería nefasta, con el agravante de que ese otro va a pensar que le tiene en su poder.

Y, creedme, nada está más lejos de la realidad.

Primero, en cuanto al tema de poder, soy yo quien le entrega o no al otro el poder. Y segundo, precisamente quien carece de vínculos afectivos es quien está más expuesto y es más frágil que aquél que tiene muchos.

Me pregunto si no nos hemos blindado afectivamente como una respuesta ante la imposibilidad de crear lazos afectivos verdaderos. Si una persona se repite constantemente que no necesita a nadie, es decir, que se basta a sí mism@, a lo mejor acaba por creérselo.

Sería interesante analizar de dónde proviene esta incapacidad.

Por un lado pienso que una causa puede ser lo que suelo llamar la «congelación del corazón».

Cuando un ser humano necesita el cariño, la confirmación, la protección, o el apoyo de las personas de su entorno, y por la razón que sea, éstas no se lo brindan, inconscientemente «congela» su corazón para no sentir el dolor que le produce el desgarro de constatar que están solos.

Puede que estos individuos sólamente busquen de forma inconsciente establecer relaciones de tipo contractual, de manera que se aseguren de entrada no volver a sentir el dolor de saberse solos.

Su incapacidad para crear lazos afectivos verdaderos provendría de la congelación de su corazón, pero como todo órgano que está congelado es susceptible de descongelarse (felizmente!).

Por otra parte está el discurso social, que pregona un mensaje en el que asegura que las únicas relaciones aceptables y deseables son las de tipo contractual.

La parte afectiva, llamada amor, cariño, ternura, etc. queda fuera, está descartada y «demodé».

En las relaciones contractuales es necesario que la parte afectiva no prime. Si fuera así, se crearían expectativas que no se van a cumplir jamás y generarían rabia y frustración.

Si a una persona jamás le han dicho que le necesitan y que es importante para alguien, ¿cómo se lo va a repetir más adelante a otro?

Puede que cuando se es adulto se comience a descubrir y a aprender que los vínculos afectivos ayudan a sobrellevar la existencia, que estructuran, que arropan y que constituyen un bien muy valioso.

Descubrirlos es muy agradable. Y lo más importante, se despertaría la consciencia de la importancia que tienen y de lo anémic@ que se vivió durante tantos años.

Comenzaría así el proceso de «descongelación» del corazón. Se aprende a que se puede empezar a querer y a confiar en otro y que éste no le va a abandonar.

Me parece importante tener presente que al trabajo se va a trabajar, no a hacer amigos, para hacerlos existen otros ámbitos.

Esto no quiere decir que dentro de un contexto laboral no pueda crearse una amistad que perdure en el tiempo y que sea valiosa para ambas partes.

La confusión viene cuando se establecen relaciones de amistad o amorosas basadas en las premisas que establece un contrato.

Son relaciones de índole diferente ya que aportan cosas distintas y se construyen sobre otras bases.

Las relaciones de tipo contractual, como su nombre lo indica, se basan en un contrato, es decir, en un intercambio de algo a cambio de algo. Por ejemplo, yo te acompaño al cine y tú me invitas a cenar, o, yo realizo un trabajo y tú me pagas por él. El tipo de relación que se establece se cumple en función al tipo de contrato que se ha pactado con la otra persona.

Si no se cumple la parte que estipula el contrato éste se rompe y, evidentemente la relación se acaba.

El punto que marca la diferencia entre una relación de tipo contractual y una que estructure y en la que una persona se puede apoyar, es el compromiso.

Paradójicamente, es sorprendente como han proliferado los lugares para encontrar una pareja. Y no hablo de un intercambio sexual, éste sí que es estrictamente de tipo contractual.

El ser humano busca, a veces de forma desesperada una pareja, probablemente debido a esa necesidad de poder contar de verdad con alguien.

En el compromiso por lo general hay una implicación emocional y un «quid pro quo» (reciprocidad), compromiso que se adquiere libremente.

En otros términos significaría que yo me comprometo a darle al otro lo mismo que él me ofrece. Por ejemplo, en el caso de la amistad si uno contrae una gripe y vive solo, el otro va a prepararle una sopita caliente, porque sabe que si fuera al contrario, la otra persona actuaría de la misma manera.

En el caso del amor sucede otro tanto de lo mismo.

Estos compromisos dan lugar a que se vayan creando pertenencias, las cuales van a contribuir a que un persona se estructure psíquicamente y en las que pueda apoyarse.

Y entre más pertenencias posea un individuo más libre será y más rico afectiva y psíquicamente será.

Repito, se puede vivir perfectamente con relaciones de tipo contractual exclusivamente, cada cual es libre de escoger lo que necesite.

Lo que planteo es que si cada vez más personas escogen estas relaciones, el empobrecimiento a nivel humano será mayor y esta carencia se verá reflejada a nivel social.

Espero no llegar a ser testigo de contemplar en la calle que alguien tropiece y caiga y nadie le socorra.

Como decían las compañeras de colegio cuando era pequeña: «todo amor implica sufrimiento. Si no quieres sufrir no ames, pero si no amas, ¿para qué quieres vivir?»

En el próximo artículo hablaré sobre la importancia de tener una parcela de intimidad.

(Imagen: http://www.loveit.pl)

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La inmediatez: el ser humano y el desarrollo tecnológico. ¿Es posible compaginarlos?

(Por Clara Olivares)

Vivimos en un mundo en donde la rapidez con que se intercambia información, mensajes, etc. es de una inmediatez que provoca vértigo.

Hace unos días veía un documental sobre Corea del Sur que hablaba de la rápida evolución que ha experimentado el país, en especial en el campo de la tecnología. Cuenta con lo último de lo último en teléfonos móviles, Internet, software, hardware, etc.

Lo que más me llamó la atención fue la respuesta de un experto en informática de más o menos 55 años, que decía: «lo que piden los jóvenes es más rapidez, respuestas inmediatas y tenemos que proporcionárselo«.

Qué susto me produjo esa respuesta. No sólo porque ya se cuenta con una rapidez vertiginosa en Internet, sino porque ésta parece que no es suficiente.

¿Y esta velocidad a dónde lleva? Tanta prisa para llegar ¿a dónde?

Es el ser humano quien desarrolla la tecnología. Y es el ser humano quién la utiliza.

No se puede desligar la tecnología del hombre.

¿En qué momento comenzamos a entender todo al revés?

TIEMPO, característica imprescindible que necesita todo individuo para integrar todo aquello que es propio de su especie y que experimentará a lo largo de su vida: procesos, emociones, pérdidas, ausencias, crecimientos, etc. versus el desarrollo tecnológico veloz, abrumador que no para ni da tregua.

¿Cómo se compaginan dos ritmos tan diferentes y que están estrechamente relacionados? ¿Es posible?

Ese desfase que se genera entre estos dos tiempos provoca más angustia. No es posible resolver los avatares del corazón humano a la misma velocidad en que se desarrolla la tecnología. Por más de que se desee, por ejemplo, superar e integrar una muerte, ésta requiere y necesita de un tiempo para superar la ausencia de ese ser querido y para integrar y asimilar su pérdida.

El desarrollo de la tecnología es cada vez más rápido en tanto que los procesos del corazón permanecen iguales.

Esta diferencia de ritmos irremediablemente aboca a la locura, una locura entendida como otra escisión.

¿Cómo hace una persona para superar cualquier proceso de la vida al mismo ritmo en que pulsa una tecla? Sencillamente no puede.

¿Se crean más síntomas para evacuar la angustia? ¿Aumentan los suicidios, las adicciones y los deportes de riesgo?

Esta reflexión me lleva a pensar en un libro de Michael Bounan «L’impensable, l’indicible, l’innomable» (Lo impensable, lo indecible, lo innombrable), Editions Allia 1999, en el que ya el autor plantea este tipo de reflexiones y en el que habla de la alexitimia.

«Se trata de una perturbación de la conciencia que conlleva una imposibilidad para asumir las emociones, diferenciarlas, nombrarlas. Es literalmente un sufrimiento sin nombre«  y continúa «se trataría de una conexión inadecuada entre el sistema límbico y el neocortex… la interpretación de los neurólogos no carece de interés: el neocortex está ligado a la actividad consciente y el sistema límbico a la vida emocional.

Durante los últimos 50 años se han identificado casos que aparecieron en contextos de represión étnica y/o cultural y en supervivientes de los campos de concentración.

Lo llamativo de esto es que actualmente esta enfermedad singular se propaga dentro de condiciones «normales». Y Bounan apunta: … cada uno se ha convertido para sí mismo en minoría sociocultural, y el mundo moderno un inmenso campo de concentración».

¿Hacía dónde nos dirige esta nueva escisión? Venimos de la vieja escisión entre cuerpo y alma, ahora nos abocan a otra: hay que acoplar nuestros procesos y vivencias a la velocidad que marca el desarrollo tecnológico.

En otras palabras, este planteamiento nos conduciría a algo como: «todo lo que nos suceda como seres humanos lo tenemos que integrar y solucionar YA, no hay tiempo

Da un poco de miedo, ¿cierto?

La semana que viene me apetece hablar sobre la enorme dificultad que supone para una gran cantidad de gente decir NO.

(magen: http://www.msiredmxblog.com)

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